Japón está experimentando un interesante cambio en sus modelos de trabajo. Durante mucho tiempo, las urbes atrajeron a jóvenes en busca de un sueño de bonanza económica. A partir de la última década, este desencanto se ha convertido en un regreso al campo y a otras expectativas de vida rurales.
Esta transición a la inversa es ciertamente sorpresiva, pues ha desconcertado a sociólogos y demógrafos, acostumbrados a ver la migración rural hacia la industria citadina como la forma lineal lógica, hoy las cosas han tomado una vertiente diferente y los trabajadores, incluso, los jóvenes van en busca de empleos en granjas frutícolas o pesquerías, dejando atrás los gigantescos anuncios de neón que caracterizan a las saturadas calles de Tokio.
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Según datos proporcionador por el Furusato Kaiki Shien Center, organización sin fines de lucro con sede en la capital nipona, reveló que al menos 33,165 jóvenes pidieron llenar solicitudes para iniciar esta transición laboral. En 2013, la institución recibió casi 10,000 llamadas teléfonicas, ocho años más tarde, la cifra subió más de 300% de interesados.
Uno de los lugares que más han optado aquellos que podríamos llamar «nuevos rurales» es el pueblo de Iketani, en la prefectura de Niigata, cuya población se duplicó entre 2006 y 2016. También la isla de Suo-Oshima ha visto elevar en un 8 por ciento el número de sus habitantes desde 2012, en busca de un puesto en su industria frutícola.
El caso de Nishiawakura, una ciudad rural en la prefectura de Okayama, en el centro de Honshu, donde los migrantes citadinos suman el 9% de la población, sobrepasando al 1% que eran en 2008.
¿Qué dice el gobierno japonés de este proceso?
Al parecer a las autoridades, este retorno al campo les cayó como anillo al dedo. La migración a las ciudades era un problema con el que habían lidiado desde los años noventa, tratando de disuadir a los trabajadores de que abandonaran sus empleos en el campo por buscar acomodo en las metrópolis.
El problema para ellos era la extinción de las aldeas japonesas, las cuales declinaban en habitantes, desbalanceando la estructura laboral en estas zonas donde la agricultura ha sido una tradición legendaria.
Llegó el caso en que agencias laborales gubernamentales ofrecían en 2009 hasta tres años del salario que ganaban en sus puestos en las ciudades para estimular su reubicación laboral en la campiña. Por supuesto, siempre que sus proyectos sean aprobados por el gobierno municipal del lugar que hayan elegido. Doce años después, el efecto esperado ha llegado, aunque se teme que la causa no sea una toma de conciencia, sino la tendencia del envejecimiento de la población y hasta la severidad de los sistemas laborales urbanos.
Veamos el caso de Kana Naito, de 33 años de edad, quien había trabajado casi una década en una prestigiosa firma de correduría estadounidense en Tokio. Un buen día renunció a su puesto, tomó su auto para buscar otra vacante en la capital japonesa, pero su búsqueda la llevó hasta la prefectura rural de Yamanashi, a unos 300 kilómetros de Tokio. No dudó en cambiar las transacciones financieras por cultivar y administrar una huerta de duraznos con su esposo. Simplemente lo abandonó todo para tener libertad para hacer las cosas que quería. «Un gran cambio», como ella lo dijo.
¿Cómo reaccionan las aldeas rurales a esto?
Nuevamente aquí volvemos a sorprendernos. Tanto autoridades como habitantes se abstienen de limitar a los nuevos migrantes, acostumbrados a las comodidades de las urbes. La idea es que de ellos surga una comunidad híbrida que valore «las formas más antiguas de comunidad» con las ventajas de una vida moderna. También suponen que las habilidades desarrolladas en industrias centrales, pueden ser un detonante de una forma de vida que ayude al pueblo a prosperar.
A la prefectura de Nizhiawakura se le ocurrió en 2012 lanzar el programa «Iniciativa con una visión de los bosques a 100 años» para crear una industria forestal sostenible. El proyecto buscaba el desarrollo local a través de modelos de innovación con una fórmula de exportación de los abundantes bosques que posee que llegan a casi el 95% del lugar.
Los bosques impulsan a otras industrias como la acuacultura, especialmente de anguila, un platillo muy demandado en todo Japón. Además de la producción de composta natural y el ecoturismo, que ha empezado a popularizarse en las ciudades. Se habla también de jóvenes empresarios que crearían un banco de bitcoin en la zona o start up de consultoría para gobiernos y proyector locales.
Casos de alarma
Si lo vemos desde otra perspectiva, tenemos que algunas aldeas están muriendo, es decir, su población ha envejecido a tal grado que se teme que se queden sin habitantes a corto plazo. Uno de estos ejemplos es el poblado de Tome, en la prefectura de Oita, ubicado en la isla de Kyushu, al sur de Japón.
Ahí, más del 40 por ciento de su población es mayor de 55 años. En 2015, el alcalde de la aldea tomó la iniciativa de atraer jóvenes a la región, él mismo los entrevistaba y evaluada sus planes de trabajo. Hay que decirlo: no se trata tan sólo de aceptar a cualquiera que llegue a las aldeas: debe presentar un proyecto de desarrollo asequible a la comunidad para poder postular.
La situación en lugar de desanimar ha logrado captar a 49 jóvenes innovadores que combinan talento y experiencia en busca de tranquilidad y una vida verde. Para el alcalde de la localidad, esto es el principio del rejuvenecimiento del Japón rural.
Tal vez aquí, valdría cambiar el refrán por «el campo es el límite».