Una de las especialidades de un poder dominante es su capacidad para secuestrar logros y méritos ajenos, desde los progresos materiales hasta los progresos sociales. Así, el capitalismo, el neoliberalismo y la nueva ideología radical de los negocios (por la cual hasta los pequeños y sufridos empresarios y emprendedores se creen miembros del mismo gremio que integran Elon Musk, la familia Walton y Donald Trump) ha convencido al mundo que le debemos todos los progresos económicos, tecnológicos, científicos y el pan que comemos a su orden benefactor.
Este absurdo, fácil de refutar pero fosilizado en la superstición popular, es tan absurdo como la idea de que el capitalismo y la democracia van juntos, cuando la historia demuestra que, en la abrumadora mayoría de los casos, ha significado lo contrario.
Los grandes negocios y las corporaciones han promovido múltiples guerras y dictaduras, con la excepción de aquel país de donde procedía ese poder y el interés de orden y buen ejemplo. Uno de estos problemas (solo uno pero de vital importancia) lo advirtió y denunció por cadena de televisión el mismo presidente y general Dwight Eisenhower en 1961, al momento de despedirse de la presidencia: la obscena alianza en su país entre el poder militar y las corporaciones. Lo mismo había hecho el presidente Rutherford Hayes en 1886: “este no es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; es un gobierno de las corporaciones, por las corporaciones y para las corporaciones”.
La democracia es otro ejemplo de secuestro perfecto, tal como lo fueron las religiones oficiales, por la cual hasta Jesús termina siendo el protector del capitalismo, el portavoz de la ambición desenfrenada de los multimillonarios y bendiciendo guerras y dictaduras de todo tipo. Cuando las democracias fueron inevitables en múltiples países, se las colonizó a través de la gran prensa y de los nuevos medios de comunicación masivos como la radio y el cine.
En Estados Unidos, a fines del siglo XIX los blancos esclavistas, derrotados en la Guerra civil, se rebelaron contra los nuevos derechos de los negros. Crearon el grupo terrorista más antiguo que existe, el KKK, y se popularizaron los alzamientos, linchamientos y hasta intentos directos de golpes de Estado, estilo banana republic. Alguno tuvo éxito.
El 9 de noviembre de 1898, una turba tomó la corte de Wilmington, la mayor ciudad de Carolina del Norte, y declaró la “Independencia de la Raza Blanca” con base en la “superioridad del hombre blanco” y la constitución del país, que “no había sido escrita para incluir a gente ignorante de origen africano”.
Los negros, la mayoría de esta ciudad, habían logrado participar en las últimas elecciones, eligiendo a algunos representantes. Al día siguiente, dos mil blancos armados tomaron por asalto las calles, destruyeron y quemaron negocios y el único diario de la ciudad administrado por negros.
Como era de esperar, se corrió la voz de que algunos negros abrieron fuego contra los vándalos blancos, por lo cual se ordenó “matar a cualquier maldito negro que se deje ver”. Para poner orden, el gobernador ordenó a los soldados que habían regresado de Cuba (donde le secuestraron a otros negros su propia revolución) tomar la ciudad.
Como resultado, algunos cientos de negros fueron ejecutados y miles debieron abandonar sus casas. El gobierno y sus representantes negros, elegidos en las urnas, fueron reemplazados por una dictadura que nunca se llamará dictadura, sino el gobierno de ciudadanos responsables y pacíficos que habían restaurado “la ley y el orden” y la voluntad de Dios. ¿Suena como algo reciente?
Incluso feministas, luchadoras por el voto femenino como Rebecca Latimer Felton, recomendará linchar a los negros que ganaron las elecciones de 1898 en Carolina del Norte, ya que cuanto más educados y cuanto más participan en política, mayor amenaza suponen a la virginidad de las indefensas mujeres blancas. El linchamiento fue (es) una institución establecida por la raza superior que, no sin ironía, le teme a la superioridad física y sexual de las razas inferiores. Rebecca Latimer Felton, campeona de la modernización de la educación, no dejaba de insistir que, cuanto más dinero se invierte en la educación de los negros, más crímenes comenten.
Por años, argumentó que otorgarle el derecho al voto a los negros conduciría a la violación de las mujeres blancas. Aunque desde inmemoriales generaciones las violaciones generalmente eran cometidas por hombres blancos contra mujeres negras, la fantasía pornográfica del poder nunca descansó y Felton recomendó mil linchamientos por semana para menguar el apetito sexual de estos hombres oscuros e ignorantes que ella considera gorilas.
En 1922, por 24 horas, la feminista racista Felton se convirtió en la primera senadora de Estados Unidos por Georgia. La segunda mujer fue Kelly Loeffler, también por Georgia, quien, en enero de 2021, perdió con el candidato negro Raphael Warnock. Ese mismo día, miles de fanáticos blancos asaltaron el Congreso en Washington, donde el colegio electoral iba a confirmar su derrota.
En el siglo XX, como forma de evitar la catástrofe de la raza blanca anunciada por Charles Pearson, se sustituirá la palabra raza por comunismo. El enroque semántico es tan efectivo que sobrevivirá a varias generaciones de críticos inadaptados, antipatriotas y todo tipo de radicales extremistas de izquierda. En América latina, la extrema izquierda más radical también fue un inevitable efecto colateral del poder imperial.
Más recientemente, ni Cuba ni Venezuela ni ninguna otra experiencia independentista hubiesen sido lo que fueron y lo que son sin la persistente y profunda intervención de Washington y las megacorporaciones del norte. La extrema derecha, desde las dictaduras militares hasta las democracias tuteladas, justificadas en la reacción contra la reacción, también.
Theodore Roosevelt lo había puesto por escrito en 1897: “la democracia de este siglo no necesita más justificación para su existencia que el simple hecho de que ha sido organizada para que la raza blanca se quede con las mejores tierras del Nuevo mundo”. Los blancos ricos, para ser más precisos.
Ahora en Estados Unidos, los hechos presentes y por venir moverán el espectro político un poco hacia la izquierda, el cual, debido al recambio generacional, ya iba en esa dirección antes de la reacción conservadora liderada por Trump. Trump no logrará el apoyo del Pentágono por una diferencia funcional entre los ejércitos de EE.UU. y los de América Latina. Siempre han sido complementarios: el de Estados Unidos se encarga del nivel internacional y los del Tercer mundo del asunto doméstico, no peleando ninguna guerra con otros ejércitos sino reprimiendo los reclamos populares en el interior de sus países.
En Estados Unidos, los movimientos populares y progresistas fueron centrales en sus cambios sociales más profundos, desde la abolición de la esclavitud, la lucha por los derechos laborales, el voto femenino, hasta la lucha por los derechos civiles de los años sesenta y setenta (como recordamos más arriba, con frecuencia estos movimientos también fueron secuestrados por la reacción del poder herido).
La extrema derecha, en cambio, es la permanente reacción en favor de los amos, de los de arriba, casi siempre liderada por los mismos esclavos y capataces de abajo. Ahora, en Estados Unidos, como en Europa y en América Latina, la extrema derecha es una manifestación colateral del poder social y político que, con la frustración de sus miembros sin poder, crean una inestabilidad social que se convierte en una amenaza a los mismos intereses del poder a los que sirven. De repente, Wall Street y las corporaciones dominantes claman por la “restauración del orden”. La impredictibilidad es el segundo mayor enemigo de los inversionistas.
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