En 2008, mientras miles de tumbas cerradas por los paramilitares eran abiertas por la investigación de Justicia y Paz, el exsenador y primo del presidente colombiano, Mario Uribe Escobar, fue acusado y condenado a cuatro años y medio por sus conexiones con el paramilitarismo. A pesar de las confesiones, los documentos, las fotografías y los abundantes videos que vinculan a los paramilitares con figuras reconocidas de la política colombiana, el gobierno nunca se cansará de negar cualquier vínculo comprometedor. Lo mismo el ala colaboracionista de la oposición venezolana, de paso por el país vecino.
Pero el poder es astuto como un zorro. No sólo sabe negociar sino también despistar al más desconfiado. Durante la presidencia de Álvaro Uribe se extraditaron a Estados Unidos varios de los miembros responsables del narcotráfico, de abusos sexuales sistemáticos contra mujeres y menores, y de masacres de miles de víctimas que cada tanto aparecen en fosas comunes. Los acusados sólo son extraditados por la primera razón, el narcotráfico. Para sorpresa o para confirmación de sospechas por parte de los activistas de derechos humanos, en Estados Unidos los criminales obtuvieron condenas que rondan los diez años y algunos recibieron, como premio, la residencia permanente en este país. Una posible razón radica en que muchos tenían conexiones con el presidente Álvaro Uribe y con Washington, y convenía acusarlos por una parte de sus crímenes en lugar de remover el resto, logrando confesiones parciales a cambio de penas mucho más generosas que no se adecúan ni a terroristas ni a genocidas. Por si esta jugada no fuese suficiente para considerarla una genialidad, de esta forma los paramilitares extraditados no pudieron ser investigados por la justicia de Colombia, a la que el presidente Uribe acusa de izquierdista y de tener simpatías por las víctimas, como si la justicia estuviese para otra cosa. Antes del arresto y deportación de los cabecillas paramilitares, sus casas y oficinas fueron saqueadas por las fuerzas de seguridad, por lo cual la justicia colombiana nunca tuvo acceso a ninguna de sus computadoras o archivos personales. En Estados Unidos, a uno de los jefes paramilitares, Salvatore Mancuso, se le escapan algunos datos en medio de la investigación por narcotráfico. Los escuadrones de la muerta no sólo recibían dinero de Chiquita Bananas, sino de otras multinacionales estadounidenses como Dole y Del Monte. Dole Company es el nuevo nombre de la Standard Fruit Company, una de las bananeras responsables de la manipulación política en procura de buenos negocios en América Central que solían resolverse con alguna invasión o “cambio de régimen” a principios del siglo XX. Chiquita Bananas es el nuevo nombre de la United Fruit Company, también responsable de golpes de Estado en países como Honduras y Guatemala, que llevaron a la destrucción de sus democracias, a la militarización de sus sociedades, a la radicalización del racismo local, y a la masacre de cientos de miles de gente sin importancia.
El 13 de enero de 2009, una semana antes de dejar la presidencia y a su país en medio del caos económico, el presidente George W. Bush le colgó la Medalla Presidencial de la Libertad a su amigo, el presidente Álvaro Uribe. En su discurso en la Casa Blanca, el presidente, que con su invasión a Irak inventó de la nada una de las peores tragedias humanitarias de la historia de Medio Oriente, resaltó el mérito del presidente colombiano por apegarse siempre a la ley y la democracia en su lucha contra los grupos terroristas que asolaban su país. Su ley, su democracia.
Una década más tarde, el vicepresidente de Donald Trump, Mike Pence, presionará para que el poderoso servidor y expresidente Álvaro Uribe sea liberado de su arresto domiciliario. El 14 de agosto de 2020, en un apasionado tweet, escribirá: “nos unimos a todos los amantes de la libertad del mundo al llamado a los oficiales colombianos para que dejen a este héroe, distinguido con la Medalla Presidencial de Estados Unidos a la Libertad, pueda defenderse a sí mismo como un hombre libre”. Su libertad, su héroe. Como fue el caso de Manuel Noriega y tantos otros, sus históricas conexiones reportadas por los mismos funcionarios de Washington con el terrorismo paramilitar y el narcotráfico en nombre de la paz y la lucha contra el narcotráfico, de repente, no existen.
Luego de la desmovilización formal de la AUC en 2006, diferentes grupos paramilitares se organizaron en diferentes bandas criminales de extrema derecha (Bacrim). En la actualidad cuentan con varios miles de miembros activos, continuando así la tradición de los paramilitares de aterrorizar y desplazar a la población más vulnerable en nombre de una autodefensa que precede a cualquier ataque y por el interés de propietarios más poderosos, entre los que se cuentan los mafiosos del narcotráfico.
En los años por venir, las masacres continuarán agregando miles y miles de ejecutados, ninguno rico o poderoso. El dinero inyectado por Washington a la “Guerra contra las drogas” se filtra de la policía y los militares a los paramilitares que ahora dominan los carteles de la droga. Con el desarme de las FARC, la tradición del paramilitarismo, responsable de más del 80 por ciento de los asesinatos en el largo conflicto, encontrará nuevos espacios para sus negocios. Con excepción de los intereses especiales de las sagradas corporaciones, de las siempre bienvenidas inversiones extranjeras, la indiferencia del resto del mundo continuará como si nada. Cada tanto, los pobladores y la policía de localidades insignificantes descubrirán fosas con decenas de víctimas, cada una (según los dueños del país y del mundo) con su merecido disparo en la cabeza.
El 15 de agosto de 2020, nueve jóvenes serán masacrados al sur del país por uno de los múltiples grupos que actúan por diferentes regiones del país, subiendo a 33 la cifra de masacres de ese año. Aunque al principio se intentará atribuir las muertes al grupo guerrillero ELN, la matanza tendrá como objetivo demostrar el poder de estos grupos paramilitares, como Los Contadores. Diez días después, otros tres jóvenes correrán la misma suerte. El 20 de julio de 2020, el Indepaz registrará que solo en cuatro años fueron asesinados casi mil líderes sociales, “971 desde la firma del acuerdo de paz el 24 de noviembre de 2016 hasta el 15 de julio de 2020”. Para finales de 2020 esa cifra habrá superado las mil víctimas. Sólo en 2020 se reportarán 85 masacres y el asesinato de 292 líderes sociales, entre los cuales se contará el activista por los derechos humanos en Colombia, Jorge Luis Solano Vega.
El 20 de setiembre de 2020, el secretario de Estado Mike Pompeo, en su cuarta visita a Colombia en dos años (esta vez para intervenir en una “Cumbre antiterrorista” y anunciar otros 5.000 millones de dólares para el programa Colombia Crece), acusará a Venezuela de ser un narcoestado y acusará al régimen venezolano de haber “brindado refugio seguro, ayuda y alberge a terroristas” de las FARC. Del mayor tráfico de drogas de las Américas, del terror sin competencia del paramilitarismo colombiano y de los terroristas de variadas nacionalidades (según el FBI) que disfrutan de las playas de Florida, ni una palabra. El mismo secretario de Estado, para entonces habrá reconocido en la Texas A&M University: “yo he sido director de la CIA y les puedo asegurar que nosotros mentimos, engañamos y robamos; tenemos cursos enteros de entrenamiento para eso”.
Esta confesión se echará rápidamente al olvido, como casi todo.
JM. Del libro La frontera salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América latina (febrero 2021)
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